El mecanismo del corazon pdf


















Lo cierto es que ha sido demasiado cerca. El circo de rocas que nos rodea lo hace inquietante. Vano esfuerzo, la paloma viaja sin carga. No queda sino un resto de hilo atado a su pata izquierda. Ninguna carta de Madeleine.

He encontrado un relojero que cuida de mi reloj, estoy muy bien. Te echo mucho de menos. Un beso. Miedo a ganar. La Alhambra nos tiende sus arabescos contra un cielo opalino. Los carros traquetean. Mi reloj traquetea. El viento se levanta, levanta el polvo, alza los vestidos de las mujeres.

El resplandor es casi insoportable. Utiliza la tuya. Es el momento. De los puestos se desprende un olor a fritura y de polvo.

Reconozco inmediatamente los rasgos de su rostro. El escenario es un simple estrado levantado al abrigo de una rulot. De repente, las luces se apagan.

Sus escarpines amarillos salen disparados. Llueven horquillas de pelo se sienta delante de su tocador. He cruzado la mitad de Europa para conseguirlo. Me han aplastado huevos en la cabeza, y a punto estuve de hacerme destripar por un especialista del amor. Hay un fondo de curiosidad en el modo en que vuelve a sacarse las gafas. Tomo impulso y cojo todo el aire que me queda en el pecho. Tiemblo de todos modos, el ramillete tintinea. Me abre la puerta, la luz de la farola la deslumbra. Interpongo mi mano entre la farola y sus ojos, su frente se crispa dulcemente.

El breve silencio que le sigue es dulce como una tormenta de margaritas. Me siento invenciblemente feliz.

Oh, Madeleine, te vas a enfurecer. Venga, ahora nos vamos. Tras explorar el Extraordinarium, elegimos un campamento de barracas abandonadas para pasar la noche. Todos salvo uno, en el tren fantasma, donde hace falta alguien para asustar a los pasajeros durante el trayecto. Son las seis de la tarde cuando me presento ante la gran barraca de piedra del tren fantasma. Su voz recuerda a los gritos que pudiera dar una avestruz, una avestruz de bastante mal humor.

Tiene el don de provocar angustia inmediata. En el resto del recorrido, no hay ni una sola mota de polvo, nada fuera de lugar. No, tengo un perro; estoy la mar de bien con mi perro. Digamos mas bien que lo intento, pues no deja de interrumpirme. Me marcho a devorar la luna como un crep fosforescente mientras pienso en Miss Acacia. Son las diez y da comienzo mi primera noche de trabajo. En una media hora, entro en escena.

Es el momento de ponerse a ensayar los sustos. Son las diez y media. Brigitte Heim me observa por el rabillo de sus ojos torvos. La angustia, que aumenta en una ola repentina, hace crepitar mi tic-tac. No puedo sino quedar bien. Me abro la camisa, se pueden ver entonces los movimientos de los engranajes bajo mi piel a cada latido. Observo a Miss Acacia esperando que, de un modo o de otro, le haya gustado. Ella tiene una risa diminuta, ligera y hermosa que ilumina su rostro. Sobre su sombra perfilada se alza una ondulada cabellera.

Por el camino, al hundir las manos en mis bolsillos, encuentro un pedazo de papel hecho una bola. Ya veo. Tu Miss Acacia no funciona como las cantantes a las que yo he conocido, no es orgullosa. Por el contrario, se ha fijado en tu numero. Y no olvides que no se cree tan deseable como en realidad es. La idea de que me rechace me aterroriza. Esta vez no ha perdido la carta. Te hecho de menos. Un beso, Jack P. Ya es medianoche y espero en un estado de felicidad tranquila. Las doce y veinte, nada.

Plantado en el rellano, como en equilibrio sobre el felpudo. Hasta su sombra contra la puerta es sexy. Asiento con una sonrisa, aunque personalmente me encuentro muy sofisticado.

No puedo evitar fijarme en el movimiento untuoso de sus labios. Percibo que ella lo advierte. Quiero decir, para conservar mi empleo.

Me parece que voy a tener que asustar si quiero seguir trabajando en esto. Quisiera seducirla sin que me tomara por un seductor. Y encontrar la medida justa es delicado. Un tierno silencio se abate sobre nuestros gestos. Se aproxima contoneante. Nuestros brazos se funden con mucha naturalidad. Mi reloj me molesta, no me atrevo a estrechar demasiado mi pecho contra el suyo. Eso complica nuestra danza, sobre todo visto la campeona mundial de tango que parece estar hecha la muchacha.

El volumen de mi tic-tac aumenta. Las recomendaciones de Madeleine acuden a mi mente por flashes. Nuestras bocas se aproximan. Se mezclan, delicada e intensamente. Su lengua transmite sabores y miles de impresiones, pero la mejor es que su lengua sabe a fresa.

El tren hace resonar sus fantasmas con cada uno de nuestros gestos. El ruido de sus talones sobre el suelo nos envuelve. Nos despegamos con un sobresalto. Hemos despertado al monstruo del Lago Ness. Se le escapa una mueca al poner su cabeza contra mi pecho. Espero la sentencia. El cuco repica. Ella se sobresalta. Dando una vuelta a la llave, murmuro. Sin embargo, no me duele nada. Hoy, o te esmeras en asustar a la gente o te echo. Tengo resaca amorosa y no me conviene un despertar tan violento.

La idea de un reencuentro me provoca un cosquilleo en el reloj. Nos vemos solo de noche. Es su modo de llamar a la puerta del tren fantasma. Apenas hablamos pero nos emocionamos a cada instante. Sol feroz por todas partes. Enfermedad rosa de reflejos rojos. Ver sin ver de verdad y, sobre todo, sin hacerse notar. Funciona con un sistema de concha autoprotectora ligada a la falta de confianza que la habita. Los resplandores que produce Miss Acacia al cantar son los estallidos de sus propias fisuras.

A veces, la concha es dura como la piedra. Por mucho que pruebe con mil combinaciones en formas de caricias y palabras de apoyo, apenas consigo quedarme en las puerteas de su misterio.

Pero las centellas no se domestican, muchacho. Poca gente se acerca a ese sentimiento. Nos amamos en secreto. Yo soy el extranjero que trabaja en el tren fantasma. El Extraordinarium funciona como un pueblo; todo el mundo se conoce y los cotilleos van y vuelan. Los hay celosos, tiernos, moralistas, mezquinos, valientes e invasivos bienintencionados. Solo que, mientras nadie nos vea, nos mantenemos a salvo de los cotilleos.

No volveremos a vivir en paz si gente como Brigitte Heim descubre nuestro secreto. La aguja de sus tacones, que marca el tempo de su alojamiento, reaviva mis insomnios. Mandad llamar al sol y al viento, nos hace falta calcio para los huesos de nuestros cimientos. No consigo disminuir su angustia a exponernos. Sentir el viento en sus movimientos flamencos. La cortejan delante de mis narices. Varado en la linde de un bosque de sombras, no tengo derecho a aparecer. Conozco al dedillo su fuego sagrado, lo destilan cada escenario que pisa.

Me encuentro al margen de su vida social. Esta noche he decidido ensayar un experimento para que se quede en mi cama. Cuando Miss Acacia toma sus escarpines con una mano y se reacomoda el pelo con la otra, bloqueo la aguja de los minutos.

Son la 4. Bloqueo temporal seguido de un curso de lenguas amorosas. Pero si este trasto viejo sabe perfectamente hacerme notar el tiempo que pasa marcando con su tic-tac todos mis insomnios, se niega a ayudarme con la magia. Me quedo sentado en mi cama, solo, intentando, bien o mal, aliviar los dolores de mi reloj apretando los engranajes entre mis dedos.

Voy a verle casi todas las tardes, antes de ir al tren fantasma. Necesito reeducarme un poco antes de lanzarme de nuevo a las grandes emociones. Pero no me tomes como ejemplo. Hago todo lo que puedo para asustarles, pero no puedo evitar provocar risa involuntariamente.

Miss Acacia viene de vez en cuando a dar una vuelta en el tren fantasma. Suena medianoche en el reloj.

Advierto algunas virutas de madera en la cama; algunas partes de mi reloj se astillan. Jugueteabas con tu reloj, hipnotizado. Tuve miedo de que te cortaras con las agujas. No juegues a eso conmigo. Te quiero, pero ya sabes que no puedo quedarme hasta el amanecer. Un ligero claro se apunta entre sus cejas. No vas a pasarte la vida con esas agujas que te atraviesan el abrigo -declara ella, con tono de institutriz. Tengo que adaptarme. Procuro utilizar lo que soy para trascender las cosas, para existir.

Siempre caes de pie. Varias expresiones divertidas y dudosas desfilan por la comisura de esos labios que hace demasiado tiempo que no beso. Las palpitaciones se aceleran bajo mi esfera. Ella arranca entonces con su redoble de tambor que llama a las cosas dulces, un conato de hoyuelos se ilumina. Mis pensamientos se diluyen de mi cuerpo. Apaga la luz.

Sus emanan una dulce electricidad. De todos modos ya eres la llave que me abre por entero. Sus ojos sobresalen de su rostro de cierva elegante. Luego se pone unas de las gafas de Madeleine inclinando la cabeza a un lado. Me angustio. Dejo mi llave en su mano derecha. Hunde con delicadeza la llave en mi cerradura derecha. Cierro los ojos, luego los abro, como cuando nos besamos largo rato.

Es un momento de una serenidad apabullante. Miss Acacia acaricia un segundo engranaje. Entonces, sin soltar el segundo engranaje con su mano derecha, vuelve sobre el primero con los dedos de la izquierda. Salvo que no es mi nariz lo que se alarga. Ciertos sonidos se escapan de mi boca sin que pueda detenerlos. Estoy sorprendido, molesto, pero sobre todo excitado. Procedo despacio, para no despertar a Brigitte.

Es maravilloso ese grifo ordinario que esparce blandas estrellas en el silencio de la noche. Entramos delicadamente en el agua, a fin de no salpicar esta delicia. Somos dos gusanos estrellados de gran formato. Rara vez he sentido algo tan agradable. Hay que contenerse.

De repente, ella se alza, se da la vuelta y nos convertimos en animales de la selva. Termino cayendo cuan largo soy, como si acabara de morir en un western y ella se pone a gritar muy flojito. Oh, Madeleine. Miss Acacia se duerme. La contemplo durante un largo rato. Parece un cuadro de Modigliani, un cuadro de Modigliani con una hermosa mujer que ronca un poquito. La semana siguiente, Miss Acacia canta en Sevilla.

De camino, la paloma mensajera me entrega una nueva carta de Madeleine. Apenas unas pocas palabras, siempre las mismas palabras que no se le parecen en nada. La temperatura es agradable, un viento tibio nos acaricia la piel. El colmo del romanticismo. Por encima de esta felicidad simple y evidente planea, a pesar de todo, una nube de amenazas. Es un tipo grande, muy grande. Su cabeza parece superar el techo del tren fantasma.

Se detiene al fin sobre la silueta de Miss Acacia. Y ya no la abandona. Miss Acacia canta esta noche en un teatro de la ciudad. Yo, en cualquier caso, no veo nada. Ese ojo apuntando hacia los de Miss Acacia me hace hervir la sangre. Me dan ganas de decirle que desaparezca, a ese foco ambulante. Pero me aguanto. En apenas unos instantes se ha desvanecido toda la confianza ganada en brazos de Miss Acacia. Y todo mi ser se disloca lentamente.

Pfff… —Parece que lo hipnotices. Peor, la intensidad se redobla. Su discurso es lento. Salvo por el ojo y unos cuantos pelos en la barba, no ha cambiado. Me repito en bucle para darme valor: «Este no es tu lugar, Joe, vas a volver enseguida al fondo de tus brumas escocesas». Digamos que somos El odio me petrifica. Era muy joven, eso es todo. No quiero contarle la historia del ojo. Ya encontraremos otros escondites, vamos Puede incluso que ya no tengas que asustar para existir.

Estas pocas palabras prenden en mi interior, luego se extinguen enseguida. Como en la escuela, el miedo toma el control. Tengo tanta necesidad de verte en estos momentos El sol tropieza contra el techo del tren fantasma. Mientras espero a Joe, mi piel de pelirrojo se enciende tranquilamente.

Tres aves de presa dan vueltas en silencio. Le espero. Las arcadas de la Alhambra se tragan sus sombras. Una gota de sudor perlea sobre mi frente y cae en mi ojo derecho. Joe aparece en la esquina de la calle principal que atraviesa el Extraordinarium. Adopto una actitud que quiere ser desenvuelta, mientras bajo mi piel los engranajes se carbonizan. Su sombra lame el polvo de sus pasos.

Su voz sigue siendo un arma temible. Me parece que estamos en paz. Vi las miradas de terror. La presa ideal, en una palabra Estaba loco de amor. Se levanta el parche de golpe, su ojo es una especie de clara de huevo sucia de sangre y carcomida por varices gris-azuladas. En cuanto nos concierne, estoy de acuerdo contigo, estamos en paz. Que gane el mejor, litle Jack. Recobra esa sonrisa de suficiencia que le conozco demasiado bien y me tiende su mano de dedos largos. Y al hacer eso, me doy cuenta de que el tiempo de alegre magia con mi centella de gafas ha terminado.

Joe ha venido a buscarla. Zozobro en las brumas de mis viejos demonios. Pues en lugar de ver crecer el vientre de Miss Acacia como un jardinero feliz, voy a tener que sacar de nuevo la armadura del armario para enfrentarme con Joe.

No me lo esperaba. Ella no me da tiempo. Mis recuerdos fluyen despacio; a las palabras les cuesta seguir su ritmo. Tocado donde duele, avergonzado y triste al mismo tiempo, hago cuanto puedo por expresarme con calma. La primera vez que iba a la ciudad, me acuerdo como si fuera ayer. Mi cuclillo se puso a sonar. Madeleine me agarraba. Unas gafas con un parche en el cristal izquierdo. Joe y su coro de burlones. Y que dejando que la duda anide, puedes estallar.

Joe intenta debilitarnos para po-der recuperarte! Sabe a fruta madura. Luego Miss Acacia se aleja. Las sombras de ramas la devoran. Tras solo algunos pasos, se pierde a lo lejos. Llego, no hay nadie. Perdido entre sus invenciones, me transformo en una de ellas. Soy un truco humano que aspira en convertirse en un hombre sin trucos. Mis preocupaciones se extienden hasta lo alto de la clina de Edimburgo. Me conmueve mucho. Las mujeres aplauden entornando sus ojos incitantes.

Es importante el estado de barbecho, forma parte del proceso creativo. Los objetos personales que no he podido embutir en mi maleta me esperan en el pasillo, amontonados sobre mi plancha rodante. Me he convertido en un maldito fantasma.

Es como si ya no existiera. Le da miedo. Me doy la vuelta. A mis espaldas, Joe arbola una sonrisa de vencedor. No muy a menudo y de forma inquietante. Me asalta la duda. Mi columna vertebral se convierte en cascabel. Como antes, exactamente como antes. La cabeza me da vueltas, me siento desfallecer. En serio que no te la mereces. Llegar me toma una eternidad. Las doce y diez, y veinticinco, y cuarenta. Empieza a percibirse el olor a quemado. La sopa de erizos se agria. Y sin embargo he hecho todo lo posible para no condimentarla con demasiadas dudas.

Durante el camino, el miedo y la duda rivalizan con el deseo. Acacia me ofrece su amor sin exigirme nada, sin mezquindades ni problemas. Y sin embargo el mundo entero parece haberse reunido a su alrededor. En primera fila, el inefable Joe. Es un lobo quien la habita hoy. Un blues ocre se mezcla con su flamenco. Parece que la invade una fuerza hasta la fecha desconocida.

Lo cierto es que hay demasiadas tensiones a exorcizar esta noche. Joe se precipita hacia ella, sus grandes piernas avanzan eficazmente entre la multitud. Me esfuerzo contra un mar de gente. Joe gana terreno. No puedo dejarla entre esos brazos. La voy a atrapar, la voy a atrapar. Alcanzo a Joe. Joe me ha adelantado. Mi reloj rechina. Lleva a Miss Acacia como una desposada. Desaparecen ambos por el camerino. Contengo un grito, tiemblo un poco. Tengo que derribar esa puerta. La empujo con todas mis fuerzas pero sigue cerrada.

Percibo mi reflejo en el cristal. Veo a Miss Acacia tumbada en los brazos de Joe. Su vestido naranja, ligeramente arremangado, sembrado de gotas de sangre que brotan de sus pantorrillas. Parece que Joe acaba de morderla y que se dispone a devorarla. Esquivo su gesto. La mirada de Miss Acacia se endurece.

Mi reloj palpita incesantemente. Miss Acacia le pide a Joe que salga. Pero antes, deja dulcemente a Miss Acacia en una silla; tiene miedo a que se rompa. Sus gestos delicados me resultan insoportables. Me invade la ansiedad. Solo me ha ayudado a sacar la pierna de ese escenario podrido.

Parece que voy a sufrir un cortocircuito. Pronuncio palabras terribles, palabras solemnes de las que puedo arrepentirme. Quisiera poder rebobinarlas de inmediato, pero la hiel hace su efecto.

Joe abre la puerta despacio. No dice nada, tan solo mete la cabeza, para mostrar a Miss Acacia que vela por ella. No te preocupes. Me juego el todo por el todo, abro bien las compuertas de lo que siempre quise esconderle.

Ni el menor hoyuelo en el horizonte de sus mejillas. Te quie Seguro que no. El cortocircuito se intensifica, pone mi reloj al rojo. Tiro con todas mis fuerzas de las agujas. Es horriblemente doloroso. Agarro la esfera con las dos manos y, como un loco, intento arrancar el reloj. El dolor es insoportable. Primera sacudida. No ocurre nada. Escucho su voz a lo lejos que me implora: «Deja eso Ciertas personas creen que cuando llega la hora de morir vemos una luz blanca cegadora y muy intensa.

Una nieve negra que recubre progresivamente mis manos, luego mis brazos separados. Los gritos llenos de espanto de Miss Acacia me sacan finalmente de ese estado segundo. Levanto la cabeza y la contemplo. Tengo dos agujas rotas entre mis manos. Sus mejillas se ahuecan, sus cejas en acento circunflejo recortan su frente.

Sus ojos, ayer repletos de amor, parecen dos calderas llenas de agujeros. Ella sale de su camerino. La puerta retumba como un disparo.

Mi cerebro le pide una sonrisa a mis recuerdos, pero el mensaje debe de haberse perdido por el camino. Unos cuantos metros por encima del escenario, un rayo destripa el cielo.

Sostengo mi reloj en la palma de la mano izquierda. Hay sangre en los engranajes. Doblo mis rodillas como un esquiador debutante en su intento por avanzar. Me evaporo en la bruma pensando en Jack el Destripador. El mar se ilumina por un instante. En el instante siguiente, el interruptor de espuma sume de nuevo a Marbella en la oscuridad. Los espectadores huyen como liebres de corral.

Cuando llegamos por fin a las afueras de la ciudad, la Alhambra toma el aspecto de un cementerio de elefantes. Veo alzarse defensas luminosas dispuestas a cortarme en pedazos.

Lo que veo me da miedo. Me recuerda mi nacimiento. El gran incendio hace estragos en mi pecho, pero estoy como anestesiado. Las rosas de nieve reaparecen, en torbellinos. Mi cabeza pesa una tonelada, estoy agotado de tanto pensamiento negativo. No quiero volver a enamorarme nunca en mi vida.

Me estira sobre su mesa de trabajo, como Madeleine en sus tiempos, y me hace esperar. No logro relajarme, mis engranajes rechinan espantosamente. Te hace falta o bien amor, o bien tiempo… pero mucho tiempo. Mi cabeza da vueltas.

En cuanto hundo la llave en la cerradura, un dolor vivo salta bajo mis pulmones. Intento desbloquearla con mis agujas rotas. La fuerzo, con todas las escasas fuerzas vaporosas que me quedan.

Cuando por fin lo consigo, la sangre mana abundante por la cerradura. Le veo borroso, como si me hubieran cambiado los ojos por los de Miss Acacia. El cuco ya no funciona. Tiene polvo encima. Me levanto con dificultad. Me duelen los huesos. Instala en su despacho, hay una mujer vestida toda de blanco. Se sobresalta como si acabara de ver pasar un muerto viviente. Sus manos tiemblan. Creo que al fin he conseguido asustar a alguien. Tengo que explicarte algunas cosas. Te quiere mucho, ya lo sabes.

Pero ahora debes conocer la verdad. Aguirre Torre, Rev Esp Cardiol ; II Comunicaci?? III Comunicaci?? IV Comunicaci?? Rev Esp Cardiol ; 1. V Comunicaci?? Denia: Imp. Fermar Valencia , I Mitad apexiana. Rev Esp Cardiol ; 2: Madrid: Fundaci?? Cir Cardiovasc ; 1: Circulation Vol.

Cambridge, Mass. Press ; Clin Cardiovasc ; 1: Heppenheim: Heraus gegeben von K. Estructura y mec?? Barcelona: Grass Ediciones, En: American Physiological Society, editores.

Handbook of Physiology. Madrid: Espasa-Calpe, S. Practitioner ; Madrid: Hospital Ruber Internacional, Internet, p?? Resultados a largo plazo de un programa de



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